‘Familias indígenas, o comen, o le ponen saldo al celular para las clases de los niños’

Manu Ureste

Roberto Cruz

Maestro indígena mazahua, 65 años

Este año de pandemia ha sido un gran reto y también una gran desesperación. Porque, la mera verdad, nadie estaba preparado para esto tan terrible que estamos viviendo. Y los maestros tampoco, claro. No estábamos preparados ni académicamente para dar clases a distancia, ni tampoco tenemos la infraestructura educativa necesaria. 

Mire, yo soy de una comunidad de habla mazahua que se llama San Antonio Metepec, en el municipio mexiquense de San Felipe del Progreso. La comunidad está ahí por una lomería llamada ‘El Cerro de la Luna’, y es una zona donde, por lo regular, no hay buena cobertura telefónica, ni Internet. De hecho, muy pocas personas tienen una televisión. Por eso, lo de las clases por la televisión no ha funcionado. Porque muchas familias no tienen dinero para comprarse una. Y las pocas que sí tienen el aparato, pues los niños prefieren ver caricaturas a estar viendo las clases. Eso es así. Máxime, si los padres tienen que salir a buscar trabajo y los chavos se quedan solos en casa. 

El trabajo de su servidor consiste en recorrer las comunidades rurales donde, de plano, muchos padres no tienen acceso a un celular, computadora, o televisión, y les voy dejando hojas impresas con el material didáctico. Luego le pregunto a los niños cuáles son las dudas que anotaron en sus cuadernos y también le pregunto a los padres. Aunque, bueno, los padres tampoco es que puedan ayudar mucho a sus hijos: la mayoría no sabe resolver operaciones matemáticas, ni pueden ayudarles con el desarrollo de la comprensión lectora, porque no saben leer ni escribir. Son analfabetas. Y eso también ha sido un gran problema en esta nueva educación a distancia. 

Además, a muchos padres tampoco les interesó esto de la educación a distancia. A algunos porque de plano les valió. Y a otros porque están muy ocupados tratando de ver cómo le hacen para salir adelante en pandemia. 

Por eso muchas familias llegan y me dicen: ‘Mire profe, o le pongo saldo al teléfono para las clases del niño, o le doy de comer a mi familia. No podemos hacer más’. Y en esos casos, ¿qué les dices? Yo trato de convencerlos de que tienen que hacer un esfuerzo todavía mayor para que sus hijos sigan estudiando, para que no abandonen la escuela. Pero tampoco puedo reprocharles nada a esas personas, porque muchos no tienen para comer. 

Y sí, todos sabemos que es obligación del Estado y del municipio respaldar la educación de la comunidad, del pueblo. Pero, la realidad es que cada uno tiene que buscarse la vida, mijo. Y los maestros también. 

Te pongo un ejemplo: nadie nos apoya para hacer los recorridos por las comunidades. Somos nosotros, con dinero de nuestra bolsa, los que asumimos esos gastos. E igual pasa con el servicio de Internet y de teléfono para dar las clases: lo tenemos que pagar los profesores, como también pagamos las hojas y las copias para que los niños hagan sus tareas y estudien.  

Lamentablemente, a pesar de todo ese esfuerzo, sí está habiendo muchos niños que dejaron la escuela. Son niños que, en su mayoría, se quedaron solos porque sus padres, agricultores y comerciantes ambulantes, no dejaron de salir a buscar trabajo y a tratar de sobrevivir. Y esto ha provocado que se expongan mucho más al virus, porque por la falta de ventas se tienen que estar moviendo a otras localidades y el riesgo de contagio es mayor. Y claro, muchas de esas personas ya murieron.

Ahí tengo el caso de Jocelyn, una niña mazahua de ocho años que está en segundo grado. Ella perdió a buena parte de su familia. De hecho, solo le quedó la mamá, que apenas va saliendo del virus. Como ya te imaginarás, son niños que se quedan muy lastimados psicológicamente y que, además, se quedan en una incertidumbre todavía mayor porque el sustento de sus casas ya no está. 

En casos cómo este, tú como maestro tampoco puedes exigirle nada. Al contrario, tienes que ayudarlos, darles tu solidaridad, ser más comprensivo, y tratar de que vayan haciendo poco a poco las tareas para que no se queden muy rezagados y no terminen por abandonar la escuela. 

Ahora, la pandemia no solo ha afectado a los alumnos. También a los maestros nos ha pegado muy duro. Yo mismo, tu servidor, he perdido a veinte integrantes de mi familia por ese maldito virus. ¡Veinte! En un solo día llegué a perder a cuatro de un jalón. Fue algo terrible. 

Al menos ya tenemos la vacuna, ¡bendito Dios! Y a las personas de la tercera edad de la comunidad ya se la están aplicando. Aunque eso tampoco es suficiente para regresar a las clases presenciales, como quieren nuestras autoridades. Porque la mayoría de los padres de familia aún no están vacunados, los niños tampoco, y los profesores mucho menos. 

La mera verdad, hay mucha preocupación entre los maestros por este tema. Porque claro que queremos volver a la normalidad, pero primero está la salud de uno, de su familia, y también la de los niños. Y pues tampoco se trata de regresar como sea, por mucho que cuando te ven por la calle lo primero que te dicen desesperados los padres es: ‘¿Cuándo regresan las clases? ¡Ya no aguanto más a estos chamacos en casa!’.

No se crea, yo también le tengo miedo al virus, cómo no. Tengo 65 años y uno nunca sabe cómo va a reaccionar el cuerpo a esa edad. 

Imagínese, yo empecé a dar clases allá por 1972; soy de la primera generación de maestros indígenas en el Estado de México. En aquel entonces no había pandemia, pero también eran tiempos muy duros. Tenía que ir de comunidad en comunidad a dar clases, y ni carreteras de concreto había. Así que me aventaba kilómetros caminando bajo el sol y el frío para llegar a los pueblitos, donde no había ni luz eléctrica. Y mi infancia no fue mucho más fácil: iba descalzo a la escuelita con un lapicito de un cuartito, que casi ni se podía agarrar. Mis hermanos y yo vivíamos con mi madre en un cuartito, y nos tapábamos del frío con costales porque la cobija no alcanzaba para todos. 

He batallado mucho, la verdad. Aunque aún me siento con fuerza para seguir apoyando a los jóvenes. Porque, precisamente, por eso soy maestro: para ayudar a los demás. Y por eso creo que este virus, con todo y que ha traído mucho dolor, nos está enseñando una gran lección: que debemos ser más solidarios y humanos con los que tienen dificultades para salir adelante. 

De que aprendamos bien esta lección dependerá el futuro de nuestros jóvenes. 

Publicado en Animal Político